Crecer en el Nordeste de Inglaterra a principios de los 80 generó en mí muchos sentimientos contradictorios. El recuerdo imborrable de mi primer año en secundaria es la cara del profesor al día siguiente de la elección de Margaret Thatcher como Primer Ministro en 1979. Transmitía una desilusión que escapaba a mi comprensión. A lo largo de la década, el recuerdo de aquel día marcó indeleblemente mi infancia. En la tele oíamos hablar de exóticos personajes como los Yuppies que trabajaban en “la City”, hacían negocios con sus teléfonos móviles y consumían champagne, mientras que en el Nordeste se percibía un cierto estado de sitio. El desempleo se estaba disparando y Thatcher parecía atacar todo aquello de lo que nos sentíamos más orgullosos: nuestro pasado industrial, el sentimiento de un objetivo común, incluso nuestro profundo sentido del humor parecía estar bajo el ataque del esnobismo de la clase media a la que ella representaba. Todas las imágenes que recuerdo parecían remontarse a los años 30, a una nación dividida en dos no solo en términos de prosperidad sino en su visión sobre el mundo.
La situación alcanzó su punto crítico en 1984, cuando la Huelga Minera hizo frente a todos estos asuntos. La vida en el Nordeste, en donde la minería de carbón había sido el fluido vital de la economía y constituido una forma de vida en sí misma a lo largo de cientos de años, la situación se percibía más como una guerra civil que como un fracaso industrial. Muy pronto aparecieron las vallas policiales anti motines y comenzaron los enfrentamientos. Sin importar en qué bando te encontraras, nadie en el Nordeste escapó a los efectos de aquel
año marcado por la desesperación.
Pero a nivel personal los 80 no fueron una época oscura, yo era un joven veinteañero descubriendo todas aquellas cosas que perseguiría el resto de mi vida.
Descubrí la poesía en las entrañas de la Biblioteca Central de Newcastle, compré discos de segunda mano de Elton John en la galería comercial Handyside, toqué en bandas y participé en los grupos locales de teatro, soñando con vivir una vida creativa a pesar de considerarla una meta inalcanzable.
Tenía muy asumido que terminaría trabajando con mi padre, limpiando alfombras, y no tenía ni idea de que un día podría dedicarme a algo diferente. Pero el apoyo de un par de los profesores que había encontrado tan abatidos en mayo de 1979, fue la clave para mi cambio de orientación. Deseaba ser escritor y decidí dirigir mis pasos allí a donde encontrarme con más escritores con Cambridge como destino. Del mismo modo que la Royal Ballet School para Billy Elliot, Cambridge se convirtió en mi objetivo.
Cambridge no resultó como yo esperaba, pero entendí que lo más importante para desarrollar mi creatividad, lo más enriquecedor e inspirador, ya lo había descubierto en Newcastle y comencé a escribir una serie de obras con carácter más o menos autobiográfico. Billy Elliot es una de las menos autobiográficas. Yo tenía “dos pies izquierdos” como decían en Newcastle, poco dotado para el baile. Pero estaba muy familiarizado con la premisa fundamental del descubrimiento de una nueva realidad por un jovencito rodeado por la ruda situación en los 80.
Me parecía que el tema del ballet era un asunto de interés muy limitado, por lo que me sorprendió cuando mi amigo Stephen Daldry, quien ya era un director de teatro de cierta relevancia, me invitó a una lectura del guion y me dijo que estaba dispuesto a dirigirlo. Desde el principio él fue capaz de ver algo que a mí se me había escapado por falta de perspectiva. Él supo ver que la historia pertenecía al género de los cuentos de hadas y que una vez que el baile y la música se reunieran en una película sería casi como hacer un musical.
Elton John acudió al primer pase público de la película en Cannes y me contaron que salió hecho un mar de lágrimas. Quedé maravillado porque uno de mis héroes musicales no solo hubiera visto una de mis obras y que además le hubiera gustado tanto, y todavía más sorprendido cuando un par de meses más tarde nos encontramos en Nueva York discutiendo la posibilidad de hacer un musical de la película mientras cenábamos.
Elton estaba firmemente convencido de que la historia podría funcionar en un musical. Lo más asombroso es que Elton
insistía en que fuera yo quien escribiera las letras de las canciones, lo que me tenía maravillado e increíblemente nervioso. El proyecto solo era posible si el equipo creativo original de la película se sumaba al mismo. Así sucedió y Elton comenzó a componer las canciones.